jueves, 19 de abril de 2012

de carne y hueso

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Había tenido todo un año de su vida, la de ella, por delante.


No acudió a sus llamadas caprichosas.
Él decía que la amaba.
Tampoco acudió a su llamada aquella tarde,
tan nefasta.

El dinero no era problema, y la disponibilidad de tiempo, menos.


Poco a poco, las palabras se iban desvaneciendo, y no llegaban en forma alguna, como antaño. Mucho menos, dentro.



Avanzaba el tiempo.
Avanzaba la distancia, la desproporción, la falta de ilusión.
La relación no avanzaba.

Él decía que la amaba.


Iván pasaba sus días frente a wikipedia, la play o la tv.
Sólo quería tranquilidad, decía, y como tal, ella lo respetaba.
Después de todo, tenía una capacidad fuera de lo normal, para casi todo.


Lo que no lograba respetar internamente, por más que lo intentara, era su no hacer nada en la vida,
no aspirar a nada que no fuera material y ni siquiera hacer algo para ello.


Llegó el cumpleaños de Ariadna.
Más menos, coincidiría un año desde que se conocieran.
Ese día mintió en el trabajo, un año más, ante la pregunta de qué le habían regalado.

Solía esperar durante todo el día la llamada de sus padres.
A medida que las horas pasaban, la tristeza se clavaba en cada uno de sus años.
Si el teléfono finalmente sonaba, hacía si cabe más duro el día, con fríos mensajes de compromiso.

Cuatro llamadas hasta hace cuatro años, conformarían las esperadas por parte de su familia.

Ahora su padre no podía llamarle. Su madre no lo hacía. Su hermano mayor no podía.
Y el pequeño, sí, cumplía.

Así que él llegó sin regalo, sin palabras, sin entrega.

Él, decía que la amaba.
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La canción de Maria Dolores Pradera, sonaba en su cabeza.

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Él, lloraba.

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Imagen: El País Semanal.

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